Durante su vida entre los shuar no precisó de las novelas de amor para conocerlo. No era uno de ellos y, por lo tanto, no podía tener esposas. Pero era como uno de ellos, de tal manera que el shuar anfitrión, durante la estación de las lluvias, le rogaba aceptar a una de las mujeres para mayor orgullo de su casta y de su casa. La mujer ofrendada lo conducía hasta la orilla del río. Ahí, entonando anents, lo lavaba, adornaba y perfumaba, para regresar a la choza a retozar sobre una estera, con los pies en alto, suavemente entibiados por una fogata, sin dejar en ningún momento de entornar anents […].
Era el amor puro sin más fin que el amor mismo. Sin posesión y sin celos.
(L. Sepúlveda, Un viejo que leía novelas de amor, Tusquets Editores, Barcelona, 1993, pag. 51-52)
«Hay algo extraño en este bosque. Seguramente tendrá que ver con la repulsión o con el amor«.
Piensas en esto mientras te deslizas hacia la orilla junto con el río Nangaritza, en cuyo reflejo,el cielo era una inflada panza de burro colgando amenazante a escasos palmos de las cabezas y el viento tibio y pegajoso barría algunas hojas sueltas y sacudía con violencia los bananos raquíticos.
En la pequeña aldea de El Idilio, encuentras a Antonio José Bolivar, un anciano anónimo, sin dientes de vez en cuando (lleva en realidad una dentadura postiza en el bolsillo para cuando tiene que comer o hablar durante mucho tiempo), que reside, casi olvidado incluso por él mismo, en una pequeña choza. En sus ojos, que parecen fluir de las constelaciones siderales -un instante que se fija eternamente en tu memoria- ves el mismo amor y repulsión que te empujaron a este Bosque. Es un Bosque extraño y tristemente diáfano, pero parece el sitio ideal para descubrir algo más sobre tu vida.
Justo allí, en ese lugar remoto y fundamental, el día en que lo conoces por primera vez, Bolívar decide colocarse la prótesis. No es la hora de comer, por lo tanto esperas que él te revele unos secretos ocultos de vuestra impalpable afinidad. En lugar de eso, patea las novelas embotadas que obstaculizan la salida y se pira. Te deja solo con una ración triple de humedad, de mosquitos y una pregunta: «¿Cómo cojones he terminado aquí?»
Descubres que se ha ido hacia el muelle de la aldea porque los defensores de la naturaleza, los guerreros shuar, han llegado por la mañana con su canoa trayendo el cadáver maltratado de un joven, de no más de cuarenta años, rubio, con un cuerpo fuerte y por lo cuál, están a punto de ser arrestados. El alcalde, de hecho, los ha acusado del asesinato del gringo, pero Bolívar, asegurándose firmemente la dentadura, comienza a explicar todas las razones por las cuales los shuar nunca habrían podido matar a un hombre. Lo hace tan bien que te engancha incluso a ti, que todo este follón no te importa nada. Luego, sin embargo, cuando Bolívar lo señala a la multitud, tú también notas en el cadáver las marcas de garras de un tigrillo.
Por alguna razón, sabes que Bolívar lleva esas mismas marcas en el fondo del alma, al igual que él es consciente de que los shuar, rocas impactadas por la corriente impetuosa del bosque, son traicionados por su naturaleza pacífica; ellos, quienes lo recogieron y rescataron cuando se estableció en tierras imposibles, en el momento, en que violaba el Bosque, y casi había sido eliminado por él. Bolívar, por lo tanto, pasó mucho tiempo con los shuar y se convirtió casi en uno de ellos, un hermano. Y sobre todo un compañero.
En la vida cotidiana plena y diferente de la tribu indígena, Bolívar logró chupar toda la filosofía de las cosas y sus secretos; también aprendió que la Gran Madre residía en cada gesto, en cada suspiro; en cierto sentido era su propia vida. Los observaba y los hizo crecer: era la gran selva amazónica.
Así sucedió la cosa.
En un momento de locura, los blancos mataron a un compañero de Bolívar. Todo lo que él pudo hacer fue recoger los restos de su amigo y vengarlo. Así lo hizo, pero de la manera equivocada. Porque matar por matar, sin el filtro de rituales que dan sentido a la muerte, es sólo muerte, y esto trastornó el orden del Mundo. Tuvo que irse, corroído por ese pecado, y fue entonces, cuando, llegó a esa choza donde lo conociste hace un rato, junto con los signos de la bestia marcados en el alma, que sólo ahora reconoces en la mirada hambrienta e intermitente del anciano.
Los colmillos de tigre brillan silenciosamente en la noche de los pensamientos de Bolívar, y una vez más los descubres similares a los tuyos. La bestia ha participado en una batalla existencial con Bolívar; de hecho, quizás, es una lucha que ha tenido lugar desde los albores del tiempo, o tal vez desde el momento en que él entendió que los impulsos vitales del Bosque son idénticos a los de la bestia, pero enormemente distantes de los suyos, casi como galaxias lejanas. Y las causas que mueven el Bosque y el animal son las mismas.
La Gran Madre, el eco de todo lo que se dice y se vive, es el instinto de buscar la existencia. Todo lo que rodea al hombre es simplemente lo que, por amor y repulsión, no puede existir fuera de su contexto.
Y si has llegado aquí, es porque eres parte del curso de la Vida. Aquí no hay poesía ni salvación, pero entre la bruma húmeda de su frondosidad notarás la huella incierta de otro hombre perdido en el deambular. Podría ser Antonio José Bolívar, un viajero despreocupado, o tal vez podrías ser tú mismo. Y durante la lectura de esta novela de Luis Sepúlveda, podrás encontrar un poco de luz que te acompañe: entre novelas de amor que pretenden enseñar eventos de vida y entre muertes que, en cambio, realmente los enseñan, el escritor chileno logra sumergir nuestro pensamiento en el denso arbusto de significado que impregna todo Un viejo que leìa novelas de amor.
Pero, en conclusión, lo más atractivo de la obra de Sepúlveda es la representación íntima que cada uno de nosotros puede extraer de la Gran Madre, o lo que es lo mismo, del Bosque mítico y evanescente: símbolo, mensaje, crítica, pensamiento. A veces todo esto, a menudo nada. Para mí fue una revelación: lo que podría ser un moderno castillo del mago Atlante es también la proyección de nuestras decisiones y nuestras elecciones. Los fantasmas del pasado y las inconsistencias del presente están ocultos entre enredaderas y sombras. Cada tronco es un segundo de tu vida y cada respiración se convierte en la misma raíz de humedad. Y una vez dentro, entiendes que no puedes escapar de la Vida, no importa cuántos fragmentos de destrucción arrastres hacia los pantanos y la tierra. No eres más que una hoja arrugada movida por el viento, parte del todo y símbolo de nada.
Y en su impotencia descubrió que no conocía el bosque lo suficientemente bien como para odiarlo.
4 Comments
Anna Victoria
Muy buen artículo. Refleja muy bien la simbiosis entre naturaleza y ser humano. Aunque, para mí el libro, te lleva a analizar que todo lo que toca el ser humano lo desgracia. O te enseñan desde siempre a respetar y a confraternizar con tu alrededor, o nos creemos los más fuertes de la tierra, y a lo mejor nos lo dejan creer, pero lo que si es seguro es que no somos los más inteligentes. (Léase la forma de actuar y la vida de la tigrilla: con su lealtad, su venganza y su amor). Con esto me recuerda la frase: cuantas más personas conozco, más quiero a mi gata.
Excelente lectura, tanto del libro como del artículo. Cultura en estado puro
La Ferdinandea
Gracias por este precioso aporte Anna. Estoy totalmente de acuerdo contigo. A veces yo también creo que quiero más a mi gata!
Anna
Excelente descripción del libro, hecha con esmero y muy buen gusto
La Ferdinandea
Muchas gracias Anna. Me alegro de que te haya gustado el artículo. Pronto habrán más y espero que sean de tu interés. Un saludo, Mattia.