zelda y scott
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Morir en los años Veinte

¿Por qué deberían las tumbas dar un sentimiento de vanidad? He oído decir mucho esto, y Gray es muy convincente, pero en cierto sentido no encuentro nada desesperado por el haber vivido: todas esas columnas rotas, esas manos unidas y las palomas y los ángeles significan historias de amor. – (…) Espero que mi tumba tenga ese mismo aire vintage– La vieja muerte es hermosa: moriremos juntos, yo lo sé, mi corazón.

Carta de Zelda Sayre a Francis Scott Fitzgerald
15 abril 1919, Montgomery, Alabama

Las plumas y los chales largos representan para los Roaring Twenties lo que Hollywood es para las películas mainstream. Y todos los esplendores, los lujos de las casas fabulosas e inquietantes, los vestidos glamour son el mínimo común denominador de una búsqueda absurda del significado de la vida; bueno, un poco como hacemos todos: sólo que con más alcohol y más paillettes. Y es extraño la frecuencia con la que estos pequeños objetos pueden representar una existencia entera: de hecho será a partir de una simple zapatilla que el 10 de marzo de 1948 se reconocerá el cuerpo carbonizado de Zelda, quien murió en un incendio en el Highland Hospital, el centro psiquiátrico de Asheville, donde había estado encerrada durante varios años. Claramente, ni la impaciencia nerviosa de Zelda ni la poco sobria inteligencia de su esposo Francis Scott Fitzgerald parecen haber sido un freno a la necesidad común y urgente de hacer preguntas sobre una existencia demasiado frágil. Por lo tanto, al menos una vez en la vida, a todos se les ocurre reflexionar sobre la llegada de la muerte.

Hay quienes se detienen en la simple observación de «algo que será», o aquellos que crean poemas verdaderamente espléndidos respecto a esto: solo piensen en Los Cantos de Ossian de Macpherson o la menos notable Elegía sobre un cementerio de aldea, escrita por el poeta inglés Thomas Gray.

Zelda se refiere a Gray en la carta que acabáis de leer, que se remonta a los primeros años de cortejo de una de las parejas más icónicas y famosas, hecha paradigma del ser bello y condenado. Scott retomará esta misma idea en la reflexión final de su primera novela (A este lado del Paraíso, 1920), y esto demuestra sin duda que, para el gran escritor estadounidense, su esposa fue siempre una especie de némesis/musa, hasta llegar a la explosión autobiográfica en El Gran Gatsby (1925).

Es precisamente en la figura de Daisy Buchanan, exponente lánguida e inexperta de la clase del rico ocioso, que muchos críticos y lectores han trazado la figura de Zelda. En realidad, la novela está bien entretejida con un desprecio inherente hacia los Buchanan, que son capaces de controlar todo gracias al dinero, incluso sus propios problemas. El mismo Scott parece ser ambiguo hacia su protagonista, Jay Gatsby, tan vergonzosamente rico. Sin embargo, es cierto que al ampliar la mirada a otros factores, la novela puede y debe leerse desde un punto de vista moral: de ahí que todas las riquezas acumuladas de manera ilegal por Gatsby se utilicen para remodelar el pasado y seguir buscando un amor encerrado en una luz verde intermitente.

A pesar de las ambigüedades (como hemos visto brevemente) acerca de la alta sociedad, a menudo Scott solía escribir sobre ella. Y cada vez parecía mantener una firme certeza y fe en la honestidad y en el trabajo, como un buen hombre del medio oeste. Por supuesto, no era hipócrita: su cuenta bancaria seguía llorando. Gracias a la espléndida correspondencia entre Zelda y Scott (Querido Scott, querido Zelda, Jackson R. Bryer y Cathy W. Barks, Lumen, 2014), nos enteramos del poco dinero que la pareja tenía y como lograron sobrevivir de todas formas.

Si tenían dinero, lo gastaban en seguida. Incluso se podría atrever a decir: debemos la narrativa breve y rentable (pero no excelente) de Scott, a la necesidad de dinero. Escribió muchos cuentos baratos exclusivamente por dinero: en total son 160; los interesantes de verdad, menos de la mitad de la mitad. Pero, bueno: esta necesidad también lo llevó, en 1923, a trabajar doce horas al día durante cinco semanas seguidas para «recuperarse de la miseria de la clase media».

Frances, la única hija de Zelda y Scott, conocía muy bien esta espiral interminable de su padre. Describió la relación de Scott con el dinero de la siguiente manera: «Veneraba el dinero, lo despreciaba, tenía un temor reverencial, estaba paralizado por la incapacidad de manejarlo, lo tiraba, se volvía un esclavo para ganárselo, y durante toda su vida ha tenido con el dinero una relación de amor-odio… el dinero y el alcohol son los dos grandes adversarios con los que luchó toda su vida». Todo el mito, tan entrelazado en la vida de las leyendas de Zelda y Scott, comienza a desvanecerse para dejar espacio a la tragedia de una existencia. Muy a menudo la literatura se usa para confundir mito y tragedia, leyenda y sufrimiento. En el fondo, sin embargo, siempre queda la mera esencia humana.

Y una vez más la misma Frances, después de la muerte de Zelda, escribe: «[…] Mamá era una persona tan extraordinaria que si las cosas hubieran permanecido perfectas y románticas como habían comenzado, la historia de su vida hubiera sido más como una fábula». Quién sabe. La fábula comenzó cuando Scott y Zelda se conocieron en un baile en el club de campo de Montgomery (Alabama) en 1918 y continuó hasta que, tal vez, ambos se dieron cuenta de este amor imposible e inalcanzable, movido por una nostalgia impredecible y una melancolía oscura.

Pero volvamos a la carta de Zelda. Lo que sorprende es la tierna ilusión del amor. Un amor joven y ya cojo, aunque firme. No me estoy contradiciendo: a Zelda le encantaba poner celoso a Scott; a menudo besaba a otro hombre delante de él sólo para ponerlo celoso, sólo para confesarle su amor eterno y su lealtad. Y Scott se creía todo esto. De hecho, es él quien nos habla de esos acontecimientos. Zelda era de verdad un laberinto de personajes.

Aún más ternura nos da nuestra posterioridad a estos eventos, sabiendo de hecho que Zelda vivirá ocho años más, después de la muerte del amado Scott en 1940, trasladándose entre varias instituciones psiquiátricas. Así que los dos no morirán juntos, como la joven Zelda esperaba ansiosamente. Saber todo esto es triste, como triste es ver morir a todo amor sincero. Y tristes son los últimos años de intercambio de cartas entre los dos, con Scott ya en otra relación sentimental.

Como un fuego artificial tardío, disparado por error después del final del espectáculo: esto parece la tumba de los dos, que permanecerá para siempre; los dos, enterrados juntos, tal vez incluso injustamente teniendo en cuenta las claras intenciones de Scott de ser enterrado cerca de su padre (pero las autoridades de la iglesia católica de St. Mary’s en Rockville rechazaron el entierro de Scott en el lote familiar porque sus libros estaban en el índice prohibido en el momento de su muerte).

Quedan todos los espléndidos libros de Scott y las cartas llenas de vida; los movimientos generacionales inspirados por ellos, las flappers, los años Veinte que rugen como truenos en un eco al presente y queda, sobre todo, una historia: su historia, capaz de pintar un gran punto de partida sobre las preguntas sobre la muerte: esta siempre quita, nunca añade nada. Y cuando quita, siempre hay alguien que se queda solo.

«(…) Y vivieron felices para siempre, o lo mejor posible. «
Carta de Zelda a Scott (agosto de 1936)

2 Comments

  • Anna Victoria

    Si ya me fascinan los años 20 (si tuviera que escoger una década para vivir, sería está sin lugar a dudas) y esta pareja, ahora ya es cotilleo puro y duro. Sabía que existía correspondencia entre ellos, y que Scott había tenido a Zelda como su musa, y como su peor pesadilla (también hay que decir que cualquier amor pasional y desenfrenado, se basa en pasar
    del amor al odio en un segundo), pero no que hubieran recopilado todo lo que existe sobre ellos. Sin duda mi próxima lectura serán sus cartas. Estoy deseándolo! Fantástico artículo, haces que cualquier tema del que escribes este deseando leer el libro o buscar más información. Felicidades. Espero con expectación el siguiente. Un beso.

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